Un chico que se hace tatuajes por amor a su novia

Un amigo mío de mas o menos treinta años, se enamoró profundamente de una chica que yo conocía. Ella cautivó su corazón. Pasaba las noches despierto soñando con el día en que se casaría con su preciosa doncella. Ella, no le ponía mucha atención a pesar de la insistencia de sus amigas y amigos que le decían que “estas oportunidades vienen una vez en la vida”.

Nuestra elusiva chica se distraía con jóvenes de su edad, para ella, aparentemente eran más apuestos. Sin embargo, el corazón de él palpitaba cada vez más fuerte por ella. Al fin, después de unos meses, ella reconoció que sí lo amaba y entraron en una relación bella y maravillosa llevándolos a hacer un feliz compromiso de bodas.

Emocionado por el casamiento, él le dice que a diferencia de la tradición, él quiere escogerle y comprarle el vestido de boda. Lo quería tan blanco que opacara a la luna y tan hermoso que oscureciera el sol.

No obstante, a pesar de su compromiso, a ella le atraía jugar al amor con otros chicos. Y cada vez, a pesar del genuino amor que sentía por su novio, ella se arriesgaba más. En un momento de debilidad casi intencionada, la chica empezó a juguetear con su corazón y su cuerpo.

El novio lo sabía. En tristeza envolvía sus noches al tratar de dormir para no sentir la herida. Pero su amor por ella pintaba cada esquina de su día y cada rincón de sus sueños. Entonces, con tristeza pero sin reservas, la perdonaba.

Un día, actuando bajo los efectos embriagadores del amor, nuestro apuesto caballero perdió el dominio de sus sentidos. Decide entonces que el día que compre el vestido de bodas de su novia, se haría tatuajes declarándole su compromiso eterno. Se marcaría permanentemente el cuerpo por ella.

Un jueves en la noche sale a comer con sus amigos, la cena se vuelve una fiesta triste de despedida porque les deja saber a sus amigos que se casa y se hará tatuajes permanentes para mostrarle su amor a la dueña de su corazón. Esa noche no duerme nada y el viernes en la tarde ya desvelado, cansado y agotado decide ir a comprar el vestido que por meses ha estado viendo. “Si fuera mas blanco se perdería en el cielo y mas majestuoso, sólo el rostro de Dios” piensa al imaginarse cómo su novia adornaría el vestido, la boda, el Universo! Así lo había soñado. No sería barato, no sería fácil adquirir esta joya de tela celestial, pero estaba preparado, y con gran sacrificio compra el vestido y se encamina al salón de tatuajes. Acumulando el valor necesario, entra a hacerse los marcas.

Ese fin de semana, ella no supo de él hasta que luego de tres días llegó a buscarla a su casa con vestido en mano. Emocionado por enseñarle el vestido de bodas y enseñarle también lo que su amor por ella lo había llevado a hacer, no esperó y abrió la puerta de la casa. Al fondo, en el sofá de la sala, la encontró acostada con un chico, un muchacho joven de su iglesia. La escena perforó su corazón como una afilada lanza.

Tapándose un poco con la camisa de su joven amante, en total asombro la chica se sienta en la orilla del sofá y exclama: “¿Qué hacés aquí?”. Él, con la mirada de un poeta triste, desilusionado, pone el vestido sobre la mesa y levanta a la altura de la cintura las manos. Marcados para la eternidad, enseña sus tatuajes. Como gotas de sangre asomándose con lentitud por los poros de un rostro herido, sus lágrimas se detienen al borde del semblante entristecido como esperando caer en sincronía. Levantándose la camisa, le enseña otro tatuaje, una marca permanente en su costado, aún fresca, destilando amor.

Con la mirada clavada al suelo, a unos cuantos metros de su amada novia pero separados por la infinita distancia de la traición, como arrastrando el tiempo, lentamente se da la vuelta encarando la puerta. Sus descalzos pies acariciando el piso en triste silencio caminan hacia fuera. Ella, aún con el corazón golpeándole el pecho, sólo puede ver que él se retira. Extrañada, mira que en sus pies también lleva tatuado su nombre. Sintiendo la mirada a sus espaldas, él se voltea una vez más para verla y con los ojos enmudecidos de tristeza, le dice: “Te espero. Estaré allá afuera.” El eterno silencio de un segundo se rasga y suavemente se resbalan de sus labios las palabras: “Te amo. Aquí está tu vestido blanco. Te verás maravillosa”. Con eso, sale, cierra la puerta y sentándose en las gradas de la casa de su novia, Jesús contempla las marcas que se hizo en sus manos, se toca la herida en el costado y viendo sus pies ensangrentados tiene la certidumbre que sí valió la pena el sufrimiento porque fue hecho por amor.

Por: "Generacion Emergente-Junior Zapata"

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